Estábamos atrapados.
Un grupo de nosotros —desconocidos quizás, pero unidos por el miedo— bajo el dominio de hombres violentos.
No nos ataban con cuerdas, sino con la amenaza silenciosa que paraliza el alma.
Gritamos por ayuda. Cerca, otros vivían su vida.
Libres.
Tranquilos.
Y sordos.
Les dijimos: “Nos tienen secuestrados.”
Ellos desviaron la mirada.
Entonces, dos de ellos —nuestros carceleros— me sacaron del grupo.
Llevaban cuchillos largos, como los que uno ve en pesadillas que no se pueden contar.
Me llevaban a otro lugar, al castigo.
Pero de pronto, un coche.
Como caído de un pliegue en el tiempo.
Y me subí.
Le dije a la conductora:
—“No te detengas. Me están siguiendo.”
Ella no preguntó.
Solo condujo.
Había otros en el coche, pero sus rostros eran bruma.
Cruzamos caminos imposibles,
puentes colgantes sobre ríos de duda,
curvas que podían llevarnos de vuelta al horror o hacia algún destino sin nombre.
Hasta que llegamos.
A un lugar donde todo era distinto.
No había jaulas ni cuchillos.
Solo mujeres —dos o tres—
que no preguntaban por el pasado,
solo me ofrecían tierra para jugar
y tiempo para crecer.
Pasaron los años.
Jugábamos, comíamos, aprendíamos,
y yo me hacía alguien nuevo.
Alguien completo.
Un día, volvimos a salir.
No por necesidad, sino porque ya no había miedo.
Y ahí estaban ellos.
Los que una vez nos dominaron.
Ahora encerrados.
Sin poder.
Y yo los miré como quien observa una sombra que ya no pertenece al cuerpo.
Y supe:
la justicia no siempre es un grito.
A veces, es el silencio de haber sobrevivido.